Aquel paìs

13 Apr

Una de las primeras novelas que leì en espanol era un librito de Antonio Ungar. Se llamaba “Zanahorias Voladoras”, y para mi no signifaba nada màs que entrar a ojear que hay de bueno en la literatura de un país bastante novelesco, asì cargado de cualquier clase de intensidad, como es Colombia. Màs allà de la Obra Maestra De La Patria Literatura, no cabe recordarlo.

Lo que acuerdo de este libro, el relato novelado de un inmigrante colombiano en Barcelona, es el concepto de Aquel Paìs. Asì llamaba a su tierra el joven treintañero bogotano que vivìa sobre su piel – o alma, o hígado – la maldición endémica de haber nacido en un lugar donde primordialmente “todo iba mal”.

A través de los meses, a través de los kilómetros, a través de Colombia, he conocido los ojos y las intimidades de estos jóvenes como el autor y como yo, estos amigos colombianos que me hacen preguntar “porquè les tiene que tocar tan dura”. Y he percibido, en estas interminables charlas musicalizadas por los distintos acentos de sus regiones, la presencia constante del “si solo pudiéramos”, escondido entre las palabras. Si solo pudiéramos hacer lo que sentimos que  hay que  hacer.  Si solo pudiéramos creer que vale la pena. Si solo pudiéramos fracasar. Si solo pudiéramos salir, llenar nuestro balde de agua y regresar en estos atardeceres tropicales, si pudiéramos trabajar para nuestra gente entre nuestra gente, si pudiéramos dejar de rescatarnos dos años de juventud engordando de corrupción a los militares, si pudiéramos quitarnos de las espaldas esta terrible palabra, “militar”. Colombianos ingenieros, músicos, periodistas, sonadores, directores de orquestas, profesores, estudiantes, jóvenes, jóvenes cincuentañeros en el desierto de la Tatacoa recorriendo el país con sus hijos adolescentes, “nosotros no podemos movernos y entonces conozcamos por lo menos a este país, porque sí hay que aprender a aprender”.

Ahora que mis días tropicales se agotan, me asombra positivamente percibir como la suma de todos estos “si pudiéramos” se están rápidamente convirtiendo en una masa de “sì podemos”, en  la calle como en las opiniones de la democracia 2.0, internet.

He conocido a amigos colombianos que visualizan claramente el  panorama frente  a sus ojos, tienen bien fija frente a sus ojos la “Y” que inevitablemente lleva por dos caminos geométricamente opuestos. Futuro, condena. Entusiasmo, fuga.

Una magnífica resurrección de esperanza colectiva, el milagro que parecía imposible, tan teorizado en las clases inútiles de las universidad, la evolución. Palabra complicada, siempre tan lejana en estas tierras. Léete Donde está la franja amarilla de William Ospina, si no me crees.

Pero también las cicatrices del alma son herencias endémica entre los amigos colombianos de mi generación, tienen en su genética la historia del 1948, la de Galán y la del último héroe nacional, la más despreciable de todas, porque no sé mata al arte. Tienen bien clara la ley de Macondo, el “aquí nada cambia” como una lección a la cual todo el mundo ya tuvo que rendirse.

Para ellos, una derrota de la Esperanza significaría la confirmación de lo que han aprendido sobre su piel, que esto es un país jodido y que la única posibilidad es la fuga, que ya no tiene arreglo y nunca lo tendrá. Significaría rendirse a la impresión de haber nacido del lado equivocado de la vaina, y continuar a hablar de Aquel País sin saber explicar realmente de que se trata, a la gente que no puede entender. Y confiesan amargos, mis amigos colombianos, como esta sea la apuesta que ellos –su futuro– le están poniendo en la cara a Colombia,  una última definitiva oportunidad a sus padres y a lo que no lograron arreglar, un ultimátum. La guerra y el tercermundismo de un lado y la educación y oportunidades para todos, del otro. Saben, han decidido que si no se escoge el camino de la lógica y del progreso cultural, no tendrá sentido dedicarse al servicio de lo que no se quiere lograr, sea como sea. Aunque toque la humillación de buscar los papeles de salida en un matrimonio ficticio, en un mundo donde hasta el papel higiénico vuela libre sobre los continentes. Y lo harían para dar un sentido a sus años (y su plata) de inversión universitaria, sin agigantar las listas de abogados taxistas. Siempre hay alguien interesado al talento, allá al norte. Cuando se trata de absorber valiosos profesionales huyentes, no importa el color de la piel.

Por esto, se tiene la sensación de vivir en un momento histórico, si se observa la Colombia de hoy desde una mirada independiente, ajena de cualquier lazo que no sea un profundo cariño hacia este país que de verdad es pasión. La Colombia de hoy está de frente a un millón de puertas que pueden finalmente abrirse frente a sus hijos, o cerrarse por siempre sobre el lugar “donde algún día nacimos, en Aquel País”.

One Response

  1. XëH ha detto:

    Para quienes vivimos en el lado oscuro del mundo, este texto particularmente llega también al lado oscuro de la sensibilidad.

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Diary of a Baltic Man

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